Kinski en Aguirre (primera parte)

Habla Klaus Kinski
Primero viajamos a Munich, donde me espera Werner Herzog, que me ha ofrecido rodar una película en Perú: Aguirre, la ira de Dios. Biggi nos deja su piso, porque se va a pasar un año a Venezuela, donde Nastassia va a la escuela. Herzog, el productor de la película, también ha escrito el guión y quiere dirigirla. Lo primero que hago es preguntarle cuánto dinero tiene. Cuando viene a mi casa, está tan cohibido que apenas se atreve a entrar. Aunque a lo mejor no es más que una táctica suya. En cualquier caso, se queda tanto rato estúpidamente parado delante de la puerta que tengo que remolcarlo adentro. En cuanto está dentro del piso, empieza a explicarme la película sin que yo se lo haya pedido. Le digo que ya he leído el guión y, por lo tanto, conozco la historia. Pero no me escucha, habla y habla y habla. Creo que no podría dejar de hablar ni aunque se lo propusiese. No es que hable deprisa, "por los codos", como se suele decir cuando alguien habla mucho y deprisa, escupiendo las palabras. Al contrario. Tiene una manera de hablar plúmbea, más perezosa que un sapo, minuciosa, quisquillosa, fragmentaria; de su boca brotan cascotes de palabras, que intenta retener al máximo, como si le pagaran intereses por ellas. Pasa una eternidad hasta que por fin se saca del cerebro uno de sus mocos mentales resecos. Luego se contonea en doloroso éxtasis, como si tuviera llenos de azúcar sus dientes podridos. Una lentísima máquina de parlotear. Un modelo anticuado, cuyo interruptor no funciona y es imposible parar, a menos que se desconecte el interruptor central de la corriente. En fin, debería partirle la cara. No, debería dejarlo inconsciente a puñetazos. Pero incluso inconsciente seguiría hablando. Aunque le cortasen las cuerdas vocales, seguiría hablando como un ventrílocuo. Aunque le rajasen el gaznate y lo decapitasen, seguirían brotándole vaciedades de la boca, como los gases producidos por una putrefacción interior. No entiendo en absoluto de qué está hablando, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante. Cuando cree que ha llegado el momento de que yo haya comprendido lo cojonudo que él es, me confiesa, sin más preámbulos y con aire de estar de vuelta de todo, las condiciones de vida y de trabajo que me esperan; es como si estuviera leyéndome una merecida sentencia. Y afirma, con el mismo descaro y ramplonería (por decirlo así, relamiéndose los labios, como si se tratara de un bocado delicioso), que todos los que participan en el proyecto está dispuestos a aceptar con alegría las inimaginables fatigas y privaciones que les esperan, con tal de de seguirle los pasos a él, a Herzog. Es más: todos ellos incluso arriesgarían la vida por él sin pestañear. Por lo que respecta a él, está dispuesto a jugárselo todo a una carta para obtener su meta. Cueste lo que cueste: "Película o muerte", como dice él mismo con la insolencia de los estúpidos. Al mismo tiempo cierra los ojos, tolerante, ante los abortos de su delirio de grandeza, que él confunde con genialidad. Eso sí, confiesa sinceramente que a veces sus propias excentricidades le producen vértigo, pero se deja arrastrar por ellas. Luego, de forma totalmente inesperada, me sacude un mazazo al intentar hacerme creer que posee sentido del humor. O, mejor dicho, lo deja entrever como quien no quiere la cosa, negligentemente, por así decirlo; luego, en mitad del chiste, se muestra cohibido, como si lo hubieran pillado haciendo algo malo. Si al principio ha echado mano a triquiñuelas gastadas para atontarme, ahora manda a hacer puñetas todas las normas de precaución y empieza a soltar mentiras descaradas. Dice que le gusta hacer pillerías, que con él se puede ir a robar caballos, etcétera. Y, como ya ha llegado tan lejos en su confesión, no quiere ocultarme que está, como tantas otras veces, a punto de partirse de risa viendo lo travieso que es. Mientras yo empiezo a estar completamente seguro de que en toda mi vida no he conocido persona más cazurra, encorsetada, acartonada, carente de sentido del humor, de escrúpulos y de ingenio, deprimente, aburrida y fanfarrona que Herzog, él, con total despreocupación, sigue desmenuzando los detalles más lelos e insulsos de sus fantochadas hasta que por fin, como un fanático ante un ídolo, se postra de hinojos ante sí mismo, y persiste, obsesionado, en esa postura hasta que alguien se inclina hacia él y lo libera de la humillación ante su propia persona. Pero eso no es todo: después de abocar ese cargamento de toneladas de basura - ahora apesta por toda la habitación, produciéndome náuseas-, se las da, para más inri, de ingenua, casi rural criatura inocente, de espíritu -subraya- poético y soñador, como si no viviera la realidad y no tuviera la menor noticia de lo brutal que es el aspecto material de este mundo. Sin embargo, me doy perfecta cuenta de que se cree un tío muy listo. De que no se le escapa ni el más mínimo gesto mío e intenta desesperadamente leerme el pensamiento. De que se está calentando los cascos para hallar la manera de aprovecharse de mí en todos los puntos del contrato. En pocas palabras: de que tiene muy claro que me la va a dar con queso.


Exclusivamente por Perú

Pese a todo, accedo a rodar la película, pero única y exclusivamente por Perú. No sé ni dónde está exactamente. En alguna parte de Sudamérica, entre el Pacífico, los desiertos, los glaciares y la selva virgen más gigantesca de la Tierra. El guión es de una primitividad analfabeta. Y en ello radican sus posibilidades. En él, la selva virgen arde como algo que se contagia con sólo mirarlo. Un virus que se inocula a través de los ojos y pasa por las venas. Siento como si conociera de otra vida ese país de mágico nombre. Un animal encerrado jamás puede olvidar la libertad. El pájaro enjaulado asoma la cabeza por entre los barrotes, para seguir con la vista el paso veloz de las nubes.


Aguirre es Kinski

Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho -soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje. Para la joroba no necesitaré ninguna prótesis, ningún maquillador que me toquetee. Seré un tullido porque quiero serlo. Igual que soy guapo cuando quiero. Feo. Fuerte. Endeble. Bajo y alto. Viejo y joven. Cuando quiero. Acostumbraré mi columna vertebral a la joroba. Con mi postura, sacaré los cartílagos de las articulaciones y manipularé su gelatina. Voy a ser un tullido hoy, ahora, inmediatamente. A partir de ahora, todo se hará en función de mi contrahechura: las ropas, la coraza, las sujeciones de las armas, las armas propiamete dichas, el casco, las botas, etcétera. Establezco el vestuario, arranco unas cuántas páginas de libros con grabados antiguos, expongo las modificaciones que deseo, y, para encontrar la coraza y las armas, vuelo con Herzog a Madrid, donde, tras días de búsqueda, extraigo de las montañas de chatarra oxidada la espada, el puñal, el casco y la coraza, que hay que recortar adecuadamente debido a mis defectos físicos.


La selva

El viaje hasta la selva virgen es un tormento brutal. Viajamos amontonados en trenes vetustos, camiones achacosos y autobuses como jaulas; comemos y dormimos al aire libre como cerdos. A veces nos metemos en barracas de hojalata y otras cámaras de tortura. Llegamos a olvidarnos de lo que es dormir. Apenas podemos respirar. Ni lavabos, ni posibilidades de lavarse. Muchos días y noches. Estoy siempre vestido, porque de lo contrario los mosquitos se encarnizarían conmigo. Me siento como si estuviese todo el tiempo debajo de una ducha de agua hirviendo. Estar dentro de una casa es morirse. Pero afuera hace el mismo calor ponzoñoso. Vertederos de basuras convertidos en montañas por los pies que los pisan, rodeados de charcos de estiércol y meados y mierda humana. Los habitantes tiran en esa balsa infernal los ojos y las tripas arrancados a los animales sacrificados. Negras aves carroñeras del tamaño de perros dogos, se pasean y se posan en ese horror, como si fuera su propiedad privada. Adonde quiera que mire, veo esas infames barracas de cemento a medio construir, con tejados de chapa. Ojalá no tuviera que ver más esas barracas de cemento a medio construir y con tejados de chapa. Aquí no hay nada acabado. Todo está abandonado en plena faena, como si la putrefacción les hubiera cogido por sorpresa. Por todas partes persianas metálicas y rejas, como para escarnio ¿Para qué? Montañas de basura, aguas residuales, ojos, tripas, aves carroñeras y... antenas de televisión. El camino hasta la selva virgen es largo y torturador. Pero ningún esfuerzo es demasiado con tal de huir del infierno de los humanos. Y como si Minhoi y yo recibiéramos una recompensa por nuestra huida del infierno de los humanos, sentimos que nuestro pelo se hace más sedoso y nuestra piel más turgente, como la piel de un animal salvaje puesto en libertad; sentimos que nuestros cuerpos se hacen más esponjosos, más elásticos, que nuestros músculos se tensan como preparados para el salto, que nuestros sentidos se hacen más receptivos y atentos. Minhoi nunca había estado tan arrebatadoramente guapa desde la trampa para tigres en Vietnam. Hinchados por las picaduras de los mosquitos, y sin haber comido ni bebido nada, nos levantamos tambaleantes para seguir viaje. Una niña inca está de pie al borde de la pista para aviones militares. Tiene sobre el brazo un pequeño mono, y quiere venderlo. Pero el mono se aferra, presa de un terror mortal, a la niña inca, temeroso de que el comprador pueda llevárselo de allí. Esta vez viajamos en viejos y abollados aviones de transporte de paracaidistas, cuyas hélices me golpean las sienes como martillos neumáticos. Un hedor penetrante, peste a gasolina, hambre, sed, dolor de cabeza y retortijones de estómago; tampoco aquí hay lavabo. Acurrucados y apretados en el caliente suelo de un avión sin ventanas. Hora tras hora. Durante el vuelo, nos dejan, uno a uno, salir por unos instantes de la cripta del fuselaje y trepar a la cabina para mirar el exterior por un minúsculo ventanuco; abajo, el océano verde, miles de kilómetros de selva virgen, por la que se retuerce la amarilla cinta ensortijada de la mayor red fluvial de la Tierra.


El rodaje

Luego hidroaviones de un motor, que tienen que bajar en picado para aprovechar el momento en que la selva se abre para volver a cerrarse enseguida. Luego, otra vez camiones y autobuses como jaulas. Canoas indias. Y por fin las balsas, sobre las que, de pie y sujetos mediante cadenas a la carga y a la balsa, nos deslizamos velozmente por los rápidos. Agarrando cuerdas, como si intentáramos ridículamente sujetar por las riendas a caballos desbocados que ya se precipitan barranco abajo. La balsa lleva demasiada carga, nos lo han advertido los indios. Pero el bocazas de Herzog, como buen fanfarrón e ignorante, se ríe de las advertencias de los indios, calificándolas de pueriles. Vamos todos vestidos y con las armaduras puestas, pues queremos rodar durante el viaje por los rápidos. Pero Herzog se deja escapar lo más grandioso y apabullante, porque es incapaz de detectarlo. Cada vez que, a través del ruido atronador de las aguas bravas, le aúllo al imbécil del cámara que por lo menos filme cómo nos jugamos, el tipo me responde que Herzog le ha prohibido pulsar el botón de la cámara a menos que se lo diga a él en persona. Me asquea esa caterva de gente del cine, que se comporta como si el mejor sitio para rodar una película fuera una pocilga. Mi vestimenta de pesado cuero, mis largas botas, el casco, la coraza, la espada y el puñal pesan cerca de quince kilos. Si, gracias a los delirios de grandeza de Herzog, zozobra la balsa, no hay salvación para mí, pues no podría desprenderme de la coraza y del jubón de cuero, que van sujetos por la espalda. Además, los rápidos están cruzados por una larga cadena de arrecifes escarpados, cuyas puntas, afiladas como hojas de afeitar, acechan como pirañas a poca distancia del nivel del agua, y a veces incluso asoman de las aguas encrespadas. Así nos desplazamos, como una bala, corriente abajo, mientras las olas rampantes asaltan nuestra balsa con la furia histérica de un toro y revientan a nuestra espalda, por encima de nuestras cabezas. El aire está colmado de blancos espumarajos. De repente, como si las aguas desbocadas nos hubieran escupido en un acceso de rabia, vamos a parar, casi en silencio, a un brazo del río que fluye robusto pero calmoso. Estamos en medio de la selva y nos internamos cada vez más hondo en ella: ahí está la selva virgen. Se apodera de mí. Me absorbe, caliente y húmeda como el cuerpo desnudo y bañado en sudor de una mujer enferma de deseo, con todos sus misterios y prodigios. La miro con los ojos como platos y no paro de admirarla y adorarla... Animales llenos de gracia, como de cuento de hadas... Plantas que se abrazan hasta estrangularse... orquídeas que se alzan sobre tocones de árboles podridos, como muchachas sentadas sobre las piernas de viejos verdes... mariposas del tamaño de mi cabeza y de un reluciente azul metálico... palomillas que se posan en mi boca y en mis manos, los ojos de la pantera, que se confunden con las flores... cenefas de flores... nubes de pájaros verdes, amarillos, y rojos... soles de plata... nieblas color violeta... ¡Le enseñaré estas maravillas a mi retoño, a mi hijo! Los labios besadores de los peces... el áureo cantar de los peces... Durante dos meses viviremos casi exclusivamente en las balsas mientras avanzamos río abajo hacia el Amazonas. Minhoi y yo tenemos una balsa para nosotros solos. Cuando no nos adelantamos considerablemente a las otras balsas, procuramos quedarnos rezagados. Lo más lejos posible. Cuando cae la noche, atamos nuestra balsa a las lianas. Me paso las noches tumbado despierto, sumergiéndome en la Vía Láctea y los archipiélagos de las estrellas, que cuelgan tan cerca de nosotros que estiro el brazo para tocarlas. Tenemos una pequeña canoa india que llevamos atada a la balsa. Cuando no tengo que rodar, recorremos, como de puntillas, la pared arbórea en busca de grietas. A veces nos metemos por una estrecha hendidura que quizás antes no existía y que, tras nuestro paso, volverá a cerrarse enseguida. En el interior de estas selvas inundadas, las aguas están tan quietas que nuestros remos, que hundimos con cuidado para no hacer ruido, apenas parecen moverlas. Quizás es la primera vez que un bote se desliza por estas aguas; quizás en millones de años no ha puesto los pies aquí ningún ser humano. Ni siquiera un indio. Esperamos en silencio, largas horas. Siento cómo la selva se nos acerca, los animales, las plantas, que ya hace tiempo que nos han visto, pero no se nos muestran. Por primera vez en mi vida, no tengo pasado. El presente es tan intenso, que hace desvanecerse el pasado. Sé que soy libre, verdaderamente libre. Soy el pájaro que ha conseguido huir de la jaula, que extiende sus alas y se eleva hacia el cielo. Participo del Universo.
...