Kinski en Aguirre (segunda parte)

La llama

Aunque estoy siempre huyendo de él, Herzog se me pega como una mosca cojonera. La simple idea de que él está aquí, en medio de la selva virgen, me pone enfermo. Cuando lo veo acercárseme de lejos, le grito que se detenga. Le grito que apesta. Que me da asco. Que no quiero oír su mierdosa palabrería ¡Que no lo soporto! Siempre tengo la esperanza de que me ataque. Entonces lo empujaré a un brazo del río cuyas aguas tranquilas están repletas de pirañas sedientas de sangre, y miraré cómo lo destrozan. Pero no lo hace, no me ataca. No parece que le afecte el hecho de que yo lo trate como a un trapo. Además, es un cobarde. Sólo pasa al ataque cuando cree que lleva las de ganar. Contra un nativo, un indio que ha aceptado un trabajo para que su familia no se muera de hambre, y que lo aguanta todo por miedo a perder el trabajo. O contra un estúpido actor sin talento, o contra los animales indefensos. Hoy, por ejemplo, ata una llama a una canoa y manda a tirar la canoa, con la llama dentro, a los rápidos, porque supuestamente lo exige el argumento de la película. ¡Que ha escrito él mismo! Cuando me entero, ya es demasiado tarde. La llama avanza ya hacia los remolinos, y nadie puede salvarla. Aún la veo encabritarse, presa del pánico, y tironear las cuerdas para escapar a la cruel ejecución; luego desaparece tras una curva del río, donde se destrozará contra los cortantes arrecifes y se ahogará entre sufrimientos. Ahora detesto a muerte a ese asesino de Herzog. Le grito a la cara que tengo ganas de verle reventar como la llama que ha hecho ejecutar. ¡Que lo tiren vivo a los cocodrilos! ¡Que lo estrangule una anaconda! ¡Que la picadura de una araña venenosa le deje sin respiración! ¡Que le revienten los sesos por la mordedura de la serpiente más venenosa que exista! No quiero que las garras de una pantera le rajen el gaznate; eso sería demasiado bueno para él. No. ¡Prefiero que las grandes hormigas rojas se le meen en los ojos y se le coman los huevos y las tripas en vida! ¡Que coja la peste! ¡La sífilis! ¡La malaria! ¡La fiebre amarilla! ¡La lepra! Pero es en vano. Cuanto más le deseo la más cruel de las muertes, menos consigo librarme de él.


Una escena nocturna

Nos hemos pasado el día entero navegando en las balsas y rodando sin parar. Cae la noche. Sin embargo, volvemos a reunirnos en la orilla, donde hay que filmar una escena nocturna. Herzog y los capullos de la productora no han sido capaces de preocuparse de la iluminación; no hay ni una linterna, nada. Hace una noche negra como boca de lobo, y vamos pegando trompazos uno tras otro. Caemos en agujeros pantanosos, tropezamos con troncos de árboles y raíces, nos ensartamos en los pinchos de las palmeras espinosas, nos enredamos los pies en las lianas y casi nos ahogamos. Pululan las serpientes, que salen a matar de noche, después de pasarse el día acumulando reservas de veneno. Estamos completamente agotados, y de nuevo llevamos un buen rato sin comer ni beber nada, ni siquiera agua. Nadie tiene la menor idea de qué, dónde y por qué vamos a rodar en ese estercolero apestoso. Con toda la armadura puesta, me caigo en un charco pantanoso; intento liberar mi cuerpo del fango, pero me hundo cada vez más. Grito, inflamado de furia ciega:
-¡Yo me largo! ¡Aunque tenga que remar hasta el Océano Atlántico!
-Si te largas, acabo contigo- dice ese estúpido de Herzog, con cara de susto debido al riesgo que está corriendo.
-¿Cómo vas a acabar conmigo, bocazas?- le pregunto, con la esperanza de que me ataque y así pueda matarlo en defensa propia.
-Te voy a disparar- balbucea como un paralítico con el cerebro reblandecido-. Ocho balas para ti, y la última para mí.
¿Quién ha oído hablar jamás de un fusil o una pistola con nueve cartuchos? ¡Eso no existe! Además, no tiene armas. Me consta. No tiene un fusil ni una pistola, ni siquiera un machete. Ni tan sólo una navaja. Ni un sacacorchos. Soy el único que tiene un fusil. Un Winchester. Tengo un permiso especial del gobierno peruano. Para comprar cartuchos, me he tirado días enteros de aquí para allá, de una comisaría a otra, para que me firmasen y sellasen papeles, y toda esa mierda.
-Te espero, insecto- le digo, alegrándome de lo lindo de que por fin hayamos llegado a esos extremos-. Me voy a mi balsa y allí te espero. Si vienes, te mato a tiros.
Luego me abro paso hasta nuestra balsa, donde Minhoi ya se ha dormido en su hamaca. Cargo mi Winchester y me pongo a esperar. A eso de las cuatro de la mañana, Herzog se acerca en canoa a nuestra balsa y me pide perdón.


Herzog es un individuo miserable

Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de cabeza a los pies. Su supuesto "talento" consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha dominado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano a personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablar. Si se empeña en repetir una toma, porque, como la mayoría de los directores, se siente inseguro, le digo que se vaya al infierno. Normalmente, la primera toma es válida, y no repito nada, y muchísimo menos porque él lo quiera. Yo decido cada escena, cada posición, cada toma, y me niego a hacer otra cosa que lo que considero acertado. Así por lo menos consigo salvar las películas del desastre total a causa de la chapucería de Herzog. Después de ocho semanas, la mayoría sigue viviendo como cerdos. Amontonados en las balsas como ganado camino del matadero, comen bazofia frita en manteca de cerdo y, lo que es más peligroso, beben agua del río, con lo que pueden coger todas las enfermedades epidémicas imaginables. Incluso la lepra. Ninguno de ellos está vacunado ni siquiera contra una de esas enfermedades, a menudo letales.


El estúpido guión

Minhoi y yo cocinamos solos en nuestra balsa. Echamos tierra sobre la plataforma de madera y hacemos fuego. Cuando uno de nosotros salta al agua para bañarse y lavarse, el otro vigila que no vengan pirañas. Normalmente no tenemos nada que cocinar, y nos alimentamos de fantásticos frutos de la selva, que contienen suficiente líquido. Pero esos frutos paradisíacos son difíciles de conseguir, porque avanzamos casi sin interrupción rio abajo y a menudo pasamos largo tiempo sin poder bajar a la orilla a buscar fruta. Con el tiempo empezamos a notar las consecuencias de la desnutrición. Nos debilitamos, se me hincha el vientre, y ya soy sólo piel y huesos. Los otros están aún peor. Hoy, a las tres de la madrugada, nos despiertan brutalmente en nuestras balsas. Nos dicen que no hay tiempo para desayunar, ni siquiera para tomar un café, y que vamos a navegar sólo veinte minutos, hasta el próximo poblado indio a la orilla del río. Allí, dicen, nos darán de todo. Pero los supuestos veinte minutos se convierten en dieciocho horas. Como siempre, Herzog nos ha mentido. Con las cabezas metidas en los pesados cascos de acero, que el sol lacerante calienta hasta tal punto que nos quemamos, pasamos el día entero sin techo y sin la menor sombra, sin comer ni beber, sometidos al calor más implacable. La gente va cayendo como moscas. Primero las chicas, luego los hombres, uno detrás de otro. La mayoría tienen las piernas llenas de pus e hinchadas hasta la desfiguración por culpa de las picaduras de mosquitos. Cuando, al atardecer, llegamos por fin a un poblado indio, resulta que está en llamas. Herzog lo ha hecho incendiar, y hambrientos y medio muertos de sed, tambaleándonos de agotamiento de dieciocho horas de calor infernal, tenemos que atacar el poblado indio directamente desde las balsas, tal como ordena el estúpido guión. Pasamos la noche en el poblado indio. Pernoctamos en las barracas que no se han quemado, y en las que corretean descaradas ratas gigantescas que nos rodean en círculos cada vez más estrechos, acercándose cada vez más a nuestros cuerpos. Sin duda se dan cuenta de lo debilitados que estamos, y sólo esperan el momento de lanzarse sobre nosotros. Son cada vez más numerosas.


El guión lo prescribe así

Alguien le dice a Herzog que la gente no puede seguir adelante si no se alimenta mejor y, sobretodo, si no tiene nada para beber. Herzog contesta que, por él, pueden beber agua del río. Además, ya va bien que se derrumben de agotamiento y de hambre y de sed, pues el guión lo prescribe así. Herzog y su jefe de producción tienen escondidas para ellos buenas raciones de verduras frescas, fruta, camembert francés, aceite de oliva y bebidas. Mientras continuamos la marcha, uno de los norteamericanos contrae una peligrosa hepatitis y se revuelca en la balsa, presa de altas fiebres. Herzog afirma que está fingiendo, y se niega a hacerlo desembarcar en Iquitos, adonde nos estamos acercando cada vez más. Cuando estamos a la altura de Iquitos y nuestras balsas se deslizan hacia el Amazonas, desembarcamos por la fuerza el enfermo para llevarlo a un hospital y nos tomamos un día libre para comprar los comestibles más necesarios, agua mineral, vendajes, medicinas y pomadas contra las picaduras de mosquito.


Adiós a la selva


Al cabo de diez semanas rodamos la última escena de la película, en la que Aguirre, único superviviente, navega a la deriva río abajo, hacia el Atlántico, presa de la locura y rodeado de varios cientos de monos. La mayoría de los monos que han metido en la balsa saltan al agua y nadan de regreso a la selva. Habían sido capturados por una banda de traficantes de animales que iba a venderlos a laboratorios norteamericanos para experimentos. Herzog los ha alquilado. Cuando ya sólo quedan unos cien monos, que están a punto de saltar al agua y recuperar su libertad, le exijo a Herzog que empiece a filmar inmediatamente. Sé que esa ocasión no se repetirá. Una vez filmada la toma, los últimos monos se tiran al río y nadan hacia la selva, que los acoge. Minhoi y yo tenemos que quedarnos tres días en un hospital de Iquitos, para transfusiones de vitaminas. Cuando el avión, en medio del estruendo bestial de sus turbinas, se alza tieso hacia el cielo, y veo a mis pies el verde mar de la selva, los ojos se me arrasan en un llanto incontenible. Mi alma está tan conmovida, y mi cuerpo se ve tan violentamente sacudido, que por un momento creo que va a partírseme el corazón. Oculto mi cara a los otros pasajeros apretándola contra la ventanilla, e intento sofocar mis sollozos. A un animal o persona que llora porque tiene que alejarse de la selva virgen, y que no está contento y agradecido de reencontrarse con la seguridad de los guetos de la civilización, donde ronda la locura, se le encierra en el manicomio o se le narcotiza.


"Aguirre, la ira de Dios" en París

Se estrena Aguirre en París (¡después de cinco años!). Herzog, director inepto, productor inepto y un inepto a la hora de comercializar la película, la ha malvendido por cuatro duros (escalofriantemente mal doblada al inglés) a una distribuidora francesa de mala muerte. En la otra versión, aún peor (en alemán, con subtítulos), no es mi voz la que se oye, pues me negué durante años a hablar con Herzog. Me produce alergia el simple hecho de oír o leer su nombre. El supuesto "dossier de prensa" no es más que un cúmulo de fanfarronadas hinchadas y mentiras desvergonzadas en favor de Herzog. Su responsable es un baboso "jefe de prensa" que se ha fijado como meta para el resto de su vida lamerle a Herzog su asqueroso culo. En el dossier de prensa aparece por primera vez esa historia analfabeta según la cual Herzog me forzó por las armas a ponerme delante de la cámara. Los periódicos, la radio y la television se masturban con pretenciosos artículos sobre mí. Parece que les pone cachondos calificarme de genio. No saben que la película, tal como ha quedado, sólo ha sido posible porque le hice cerrar el pico a Herzog para salvar lo poco que valía la pena salvar. Al menos, los cientos de entrevistas que me hacen me permiten por fin escupir en la cara de Herzog y llamarle lo que es: ¡un capullo como la copa de un pino! Pese a ello, acapara con el mayor descaro todos los premios y distinciones imaginables que es capaz de concederle esa caterva de subnormales que se llama "la cultura".
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