Sobre hoy

Fedor, malvavisco fresco, terminó la charla con Arolmo cansado, pletórico de ranas. Se despidió guiñando el agujero de la sien y lo dejó solo, tanto como se deja un boleto. Cerró la puerta resignado a la búsqueda, limpio de odio arolmático pero roñoso de sedes de venganza. "Me faltas tú, piedra morena; encontrarte sería la calvicie de mi calvario", pensó como lagarto de arenas esclavas. Y fue hacia el bar. A beber. A montar. A manejar las apuestas de los caballos. A escribir horóscopos chinos de 7 signos. A parcelar las mesas como se parcela un campo. Con alambre. Con hambre. Con escudos boludos. Con armas. Almas. Más. As. Y del as a Payo solo hay un trecho, un hecho de ramas esquivas, una epopeya que sólo recuerdan los Mendigos de la Esterilla, y con ellos Payo, el monarca de la menarca, el anfibio de peces en el pecho. El es el recuerdo. Solo él tiene los libros estrofa, los que cuentan la historia de la histeria, o la histeria de la historia; los que hablan de la era de la espera, era que era peras sangrando, frutas caídas, hojitas cortadas por hojitas, traiciones de boulevard, puerperio de ausentes fetos. A Fedor siempre le intrigó lo ocurrido, pero jamás quiso preguntas fábula ni respuestas alfombra. Y ahora, cuando las flores folletín le cuentan su pasado, se inquieta, se bate a duelo con el dolor y le pregunta a Payo, oráculo testicular, testimonial y orfebre. Y su suegro contesta con lengua de renacuajos, con palabras patíbulo. Antes de hacerlo, Payo le pide a Eczema que baje las persianas ancianas y se baje las vendas que envuelven su cabeza para poder ver lo que contará, porque el cacique es de los que hablan imagen, cine de boca, butacas dentales. Y empieza Payo de la Estera con el relato bíblico:
-Fue en los años estepa, los tiempos del verde opaco, cuando los hombres cliptodonte tenían ojos de vino y eructos a flor marchita de piel ajada. Hubieron también hombres de otra carne, hechos de riñones de dios, de palabras de libros que jamás se leían, de acentos, de eñes bailaoras, de esdrújulo coraje y de un miedo tan amplio que quisieron llamarlo guerra cuando fue masacre. Ellos, los hombres mamadera, creían que la tierra escondía poesía, que quien conociera la palabra sería la palabra, que las manos eran parte de la caricia, que la canción gemido de bebés. Y la traición los confundió, los barajó ante una corte de caperucitas negras con un jurado terrible, su propia ralea, aquellos que hacían del subte una flecha y no un gusano, los que escribían con los mocos, los desconocidos cosidos con tanza de pescar cazones. Ellos juzgaron con libros de palabras sable, no con poemas de palabras cabra. Al principio, los niños del beso fueron también de los brumosos, pero cambiaron el pan por amasarlo y andaban por la vida desnudos, ofreciendo sus cuerpos, sus cerebros selva. Y sus madres fueron las madreselvas, flores de circular danza. Y caminaban mirando la columna de Trastiu, único emblema que hoy los nombra. Los nietos de estas madres, los hijos de la leche y de la angustia, son hoy los Mendigos de la Esterilla, buscadores de hielos, de miel, de papas con tilde. Hoy, los hombres cliptodonte murieron, y por ello manejan nuestros ojos al antojo rojo de los trenes antorcha -así terminó Payo de llorar su biblia.
-¿Por qué jamás fuénos referida esta historia, padre de aquello que quise? -así se defendió Fedor, sabedor de agonías.
-Los hechos están en todas partes, las palabras en miles de bocas; pero nunca nadie quiso verlas, porque el pasado es imagen, pura sensación, tropel de miserias. Y hay que tener ojos donde van los ojos, no resacas de vacío -concluyó Payo la cabalgata de conceptos que su músculo más visto emitió sin bañarse.
Fedor bebió su ginebra, Eczema tembló y se persignó, Payo se levantó y tomó la botella de vino que estaba sobre la barra; la arrojó con furia de ballestas hacia el techo y salió del bar amígdala rengo de almas. La botella quedó clavada de culo en el techo y comenzó a derramar su líquido sobre la cabeza de Fedor.
-Parece sangre -dijo el hombre abanico limpiándose el agujero de la sien.
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